El cuerpo del rusito
Vladimir Illich Lenin tendría hoy 100 años. Su cuerpo tiene 154. Desde 1930, sus restos están en exhibición en un mausoleo situado en uno de los laterales de la Plaza Roja, en Moscú.
En 1924, inmediatamente después de su muerte, comenzó el trabajo de taxidermia. En la autopsia, le extirparon los órganos y reemplazaron sus fluidos internos por sustancias especiales para embalsamamiento. Si consideramos que los órganos constituyen aproximadamente el 17% de la masa corporal humana y los líquidos el 60%, podríamos sostener que el 77% de la materia biológica original del camarada de camaradas desapareció poco después de su fallecimiento. Esto, que podría parecer anecdótico, plantea una pregunta profundamente filosófica: si gran parte de la materia biológica original del hombre que fue, sin duda, una de las figuras más influyentes del siglo XX ya no existe, ¿podemos seguir afirmando que ese es su cuerpo?
La muerte de Lenin constituye tal vez la primera manifestación literal de la expresión “pasó a la inmortalidad”. Su embalsamamiento se convirtió en un experimento de preservación único en la historia. Durante los últimos 100 años, un grupo de anatomistas, bioquímicos y cirujanos, conocido como el "grupo del mausoleo", ha sido el principal responsable de mantener los restos. Sus métodos no se centran en preservar la materia biológica original, sino la forma física del cuerpo: su aspecto, peso, color y flexibilidad. En el proceso, desarrollaron una técnica "cuasi biológica" que se aparta de los métodos tradicionales de taxidermia e incluso han dado lugar a aplicaciones médicas, como un equipo especial para mantener el flujo de sangre en riñones donantes durante trasplantes o un test no invasivo de colesterol cutáneo, patentado en 2002
Alexei Yurchak, profesor de antropología social en la Universidad de California en Berkeley, describe el proceso de este modo:
"Ocasionalmente, tienen que sustituir partes de la piel y la carne por plásticos y otros materiales, por lo que, en términos de materia biológica original, el cuerpo es cada vez menos lo que solía ser (...) Eso lo diferencia radicalmente de todo lo que se hacía en el pasado, como la momificación, en la que el objetivo era preservar la materia original mientras cambiaba la forma del cuerpo".
Además de la cabeza y las manos, que pueden verse en las visitas al mausoleo, el laboratorio también trabaja para preservar la forma dinámica de partes del cuerpo que no son visibles para el público y nunca se pensó en exhibir, como los talones, la pigmentación de las axilas, la fuerza del pelo del pecho, la flexibilidad de sus rodillas y hasta se mantiene la presión interna de la piel.
Yuri Lopukhin, un investigador veterano del grupo, se refiere al cuerpo como “escultura viviente”. Sin embargo, las modificaciones realizadas lo convierten en algo más cercano a una representación del cadáver de Lenin que al hombre que alguna vez vivió. A su vez, es distinto de una representación mediada por la distancia entre representación y representado, porque es el cuerpo mismo. Esta paradoja es clave: el cuerpo de Lenin es y no es su cuerpo. Es una escultura del cuerpo construida con el cuerpo mismo.
En 2011, Vladimir Medinsky, entonces funcionario de la Duma y luego ministro de cultura de Rusia (2012-2020), afirmó que ya era hora de sacar a Lenin del mausoleo y enterrarlo. Calificó su exhibición de “paganismo” y “necrofilia”, argumentando que lo que queda es solo el 10% del cuerpo original y asumiendo que la autenticidad del cuerpo puede ser medida en términos de porcentaje de materia biológica preservada. Sin embargo, como vimos, la preservación del cuerpo no tuvo como objetivo mantener los componentes originales, sino la forma física. Pero, ¿por qué? ¿Qué sentido político diferencial se quiso dar al cuerpo de Lenin que no alcanzaba con un monumento o una momificación?
Algunos interpretan la exhibición del cuerpo como una práctica con raíces religiosas, comparándola con la larga tradición de veneración de cuerpos de santos en monasterios ortodoxos. Para Vladimir Putin, la preservación del cuerpo de Lenin continúa esta costumbre “aunque el régimen comunista soviético sin dudas usó esta tradición para sus propios intereses”. Para muchos, el vínculo entre los intereses soviéticos que menciona Putin y las prácticas religiosas reside en que, al generar una asociación con las imágenes de los santos, “las masas ignorantes”, dominadas por el misticismo divino, trasladarían la irreflexividad característica de la fe religiosa al gobierno bolchevique. Sin embargo, vincular el cuerpo de Lenin con la religión es problemático, ya que los líderes del partido se esforzaron por evitar estas connotaciones religiosas. Otra hipótesis que sostiene que la preservación se sigue de las ideas de Fedorov en torno a la “causa común”, muy popular entre algunos intelectuales bolcheviques de la época, que “buscaba la salvación humana en la resurrección física de la carne”, tampoco pareciera ser correcta, ya que la sustitución de la materia biológica contradice este principio. Por último, si bien el cuerpo tuvo un uso propagandístico, esto no explica por qué se conservan partes nunca exhibidas.
La clave, en cambio, parece residir en el vínculo entre la materialidad del cuerpo de Lenin, la política del Partido y su vínculo con la soberanía. Según Yurchak, la singularidad del leninismo estaba en la forma de organizarse. La soberanía no residía ni en la figura del gobernante, como en la monarquía o el nazismo, ni en el pueblo abstracto, como en la democracia liberal moderna, sino en el Partido. El partido leninista se organizaba en torno a un “impersonalismo carismático”: una verdad fundacional eterna que trascendía a los miembros individuales, que podían resultar equivocados e incluso ilegítimos. El cuerpo inmortal de Lenin, en cambio, encarnaba esta verdad y servía como símbolo perpetuo del partido-soberano. Su preservación constante —visible y secreta a la vez— aseguraba que el partido permaneciera anclado en esa verdad, sin importar las crisis internas.
En palabras de Yurchark:
“Desde esta perspectiva, la práctica continua de construir, reconstruir y cultivar el cuerpo de Lenin -como una combinación de cuerpo-efigie (visible sólo para el régimen político) y cuerpo-corpóreo (expuesto a la población)- adquiere un nuevo significado. Esta práctica no era otra cosa que el cultivo material del cuerpo inmortal, infalible, perpetuamente renovado del partido soberano -el cuerpo que trascendía cuerpos mortales individuales de cada uno de sus miembros y dirigentes-. El cultivo de este cuerpo era paralelo a las prácticas de la biopolítica en la democracia liberal, donde se dirigía a cultivar la ''carne'' perpetuamente renovada de la población (el soberano) que trasciende los cuerpos individuales de sus miembros constitutivos. También, era paralelo a la práctica de construir una efigie del cuerpo del rey (el soberano) en la monarquía absolutista, donde se diseñaba para mantener la perpetuidad de la forma soberana inmortal que trasciende los cuerpos mortales individuales de los reyes”.
El enfoque del grupo del mausoleo refleja esta lógica: la reconstrucción continua del cuerpo no sólo desborda la individualidad biológica de Lenin, sino que encarna el cuerpo inmortal del partido-soberano. Al mantener el cuerpo perpetuamente renovado, se preserva una narrativa de coherencia e infalibilidad, esencial para la legitimidad del régimen y constantemente superadora frente a las crisis internas, purgas, denuncias y cambios políticos. En este marco, la preservación de los restos biológicos originales no sería solo intrascendente sino también problemática por su estaticidad y aferramiento a un miembro puntual del Partido. Al trascender incluso el cuerpo de Lenin, la verdad fundacional encarnada se vuelve el cuerpo inmortal del soberano. Este proceso, secreto y meticuloso, evitaba que la verdad del leninismo pareciera un producto arbitrario del Partido y permitía presentarlo como una enseñanza inmutable.
La razón de este secretismo y falta de análisis respecto a las decisiones particularísimas de este experimento fue la misma por la que los dirigentes del partido intentaron hacer invisible la perpetua manipulación de las palabras y pensamientos de Lenin y los hechos de su vida. Este enfoque permitió que la verdad del ''leninismo'' pareciera ser la fuente y no el producto de las acciones y políticas del partido. También hizo posible presentar cada nueva versión del ''leninismo'' como la misma, inmutable y coherente enseñanza de un genio, y representar al Partido, ante sí mismo y ante los demás, como su inquebrantable ejecutor, no como su creador arbitrario.
En el presente, el mausoleo ha perdido su contexto político original, pero sigue siendo un experimento científico único. Según Yurchak, los avances logrados en el laboratorio han producido conocimientos invaluables sobre tejidos humanos y sustitutos artificiales. Sin embargo, este proyecto también plantea dilemas éticos y políticos: si el laboratorio se cierra, este conocimiento se perderá para siempre. En sus palabras:
“La ciencia dinámica de reembalar y reesculpir este cuerpo lo ha dotado de un impulso orientado al futuro, emergente y perpetuo. El colapso del proyecto soviético y el fin de la historia comunista no han supuesto automáticamente el fin de ese impulso encarnado, no han destruido la naturaleza emergente del cuerpo, no lo han convertido en un cadáver”
En tiempos de realismo capitalista, definido como la idea difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema viable, sino que es imposible imaginarle una alternativa, podríamos pensar que, si bien la Revolución podrá no tener lugar en nuestro imaginario neoliberal, el cuerpo de Lenin sigue siendo un símbolo material de su legado. Sin embargo, con el Partido disuelto, el significado del “biodrama leninista” debe reinventarse. ¿Es capaz la izquierda de darle nuevos sentidos o quedará atrapada en un loop nostálgico de apelaciones a un pasado irrepetible, negociaciones con la neutralidad esterilizadora institucional o incluso abandonamiento de algunos de sus símbolos, que quedan libres para las reapropiaciones mediáticas de las nuevas derechas? ¿Puede la izquierda, al fin y al cabo, imaginar?
Entre el pasado que no pasa y el futuro que no llega
La historia de la preservación del cuerpo de Lenin y sus múltiples significados recuerda a la tesis sobre la doble naturaleza del monarca en Los dos cuerpos del rey. En su influyente análisis, Ernst Kantorowicz argumenta que, en la monarquía medieval occidental, el soberano poseía dos cuerpos: uno natural, sujeto a la muerte y a la corrupción, y otro trascendente, eterno e incorruptible, que encarnaba la continuidad del poder.
En el caso de Lenin, el cuerpo biológico, progresivamente modificado con otros materiales, se convirtió en una metáfora concreta del cuerpo político del Partido, cuya inmortalidad debía mantenerse más allá de la caducidad de cualquier individuo. Sin embargo, este cuerpo cuidadosamente preservado, sigue "viviendo" en un mundo que ya no reconoce al Partido como soberano. ¿Es posible, entonces, interpretar su preservación como el símbolo final y más tangible de la melancolía de izquierda? ¿Y qué puede significar esto?
Enzo Traverso, en Melancolía de izquierda, explora lo que denomina “la dimensión melancólica de la cultura de izquierda”, un fenómeno que surge en la transición de una utopía proyectada hacia el futuro a una memoria melancólica enfocada en los vencidos. Este cambio supone un desplazamiento desde una historización impulsada por la esperanza hacia una rememoración sombría y saturnina, profundamente marcada por las derrotas.
Según Traverso, el punto de quiebre fue 1989, cuando “tras haber ingresado al siglo XX como una promesa de liberación, el comunismo salió de él como un símbolo de alienación y opresión”. Este quiebre no solo marcó la derrota de las utopías revolucionarias, sino que trajo consigo lo que podría considerarse, según Traverso, un segundo desencantamiento del mundo (al decir de Max Weber): el fracaso de las alternativas al capitalismo despojó a la política de su capacidad transformadora, consolidando la percepción de que el capitalismo no solo es inevitable, sino insuperable. Desde entonces, las ideas de izquierda quedaron bajo escrutinio, el movimiento experimentó una crisis espiritual sin precedentes y se vio obligado a reinventarse en un nuevo siglo donde imaginar alternativas parecía una tarea casi imposible.
Traverso recupera la idea de “presentismo” para describir el régimen de historicidad que emergió tras la caída del Muro de Berlín: “un presente diluido y expandido que absorbe y disuelve en sí mismo tanto el pasado como el futuro”. En este tiempo suspendido, habitamos un “pasado que no pasa” mientras el horizonte del futuro parece inaccesible. En este contexto, el cuerpo de Lenin podría leerse como una materialización de este presentismo: un vestigio de un pasado cargado de significados emancipatorios que, sin embargo, permanece estático, incapaz de proyectar nuevas posibilidades.
¿Pero qué más podría significar este cuerpo embalsamado? ¿Es solo un ícono de estancamiento y derrota, o puede también encarnar el potencial transformador de la pérdida? Según Traverso, la melancolía de izquierda no se reduce a la parálisis ante el pasado. Aunque marcada por la memoria de las derrotas, esta melancolía puede ser productiva, un duelo que permite reelaborar esas pérdidas para imaginar nuevos proyectos revolucionarios. Judith Butler denomina esto el “efecto transformador de la pérdida”, un proceso que convierte el duelo en acción y el recuerdo en un motor político.
Traverso cita el ejemplo de los activistas gays durante la pandemia del SIDA —cuyo estallido coincidió con la caída del comunismo— como un caso paradigmático de esta melancolía productiva. Estos activistas transformaron el dolor y la pérdida en militancia, canalizando su duelo hacia la creación de redes comunitarias y la lucha por derechos. Este ejemplo sugiere que la izquierda podría hacer lo mismo: convertir su memoria de derrotas en una fuente de renovación política, resignificando su pasado y proyectando nuevos horizontes.
El destino del cuerpo de Lenin plantea, entonces, una pregunta crucial para la izquierda contemporánea: ¿será solo un símbolo de presentismo, de un pasado que no pasa, o puede encarnar la posibilidad de un duelo productivo que dé paso a una nueva política? Así como el monarca medieval encarnaba en sus dos cuerpos la continuidad del reino, ¿podría la izquierda contemporánea encontrar en los dos cuerpos de Lenin una metáfora para reconciliar la pérdida con la acción, la memoria con la transformación? En este dilema, cargado de tensiones entre pérdida y acción, entre pasado y futuro, podría residir no solo el desafío, sino también la esperanza de superar el estancamiento del presente. La melancolía de izquierda, con su capacidad de transformar el duelo en horizonte político, ofrece una clave para imaginar nuevas posibilidades revolucionarias.
Voluntad de poder, acción y futuro: la derecha vampiro de la izquierda
Mientras la izquierda se interroga sobre sus capacidades y potencias, la derecha hizo algo con sus restos. Desde hace tiempo, no se limitó a reaccionar a la izquierda, sino que hurtó o se reapropió de algunas dimensiones de ella. Esta operatoria se debió a que las izquierdas efectivamente generaron cambios que no podían eludirse, pero además al modo en que lograron esos objetivos, que fueron muy seductores. Según Corey Robin en La mente reaccionaria: el conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump, el conservador aprende de su adversario el valor y el poder de la acción política y la potencia de las masas. Luego de las revoluciones, lo que se entiende es que las personas pueden ordenar las relaciones sociales y el tiempo político; cada una de las revueltas del siglo XIX y XX implican el descubrimiento de que la desigualdad y la jerarquía social no son fenómenos naturales sino creaciones humanas, lo que abría el camino para una serie de análisis, diagnósticos y programas reveladores, dado que si la jerarquía puede ser creada, ese mismo proceso puede ser revertido.
Los conservadores aprenden esa lección y le dan la razón, en un punto, a los revolucionarios: la desigualdad es una creación humana. En tanto tal, puede ser destruida pero también reconstruida. En este marco, no es extraño comprender por qué Javier Milei reivindica a Marx. En la cena de la Fundación Faro, el flamante think thank oficialista, el presidente libertario afirmó:
“El que subestima el enorme poder de las ideas pierde antes de empezar. La izquierda, aunque no ha dudado en matar a 150 millones de seres humanos para lograr sus objetivos, siempre ha tenido claro que las ideas cambian el mundo. Lo dijo el propio Marx, y otros luego tomaron su ejemplo. Los filósofos no han hecho nada más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.”
En estas declaraciones, la tesis XI del autor de las Tesis sobre Feuerbach se recupera para dar cuenta de la acción transformadora que implica derechizar a una población y hacer deseables las jerarquías. Se exhibe también el entusiasmo por un momento de avance y conquista, nacional e internacional; Marx fue convocado nuevamente por Milei cuando celebró el triunfo de Trump, dijo: "Hoy recorre el mundo el fantasma de la libertad". En esta frase, también se visualiza la influencia de la temporalidad de las revoluciones de izquierda: el conservador, al comprender que la acción humana es lo que genera y mantiene la desigualdad en el tiempo, revaloriza el futuro como tiempo de mutación histórica y de creación; como decía Ronald Reagan; “tenemos en nuestro poder comenzar de nuevo el mundo”.
La noción de “batalla cultural” y la perspectiva de Gramsci utilizada en el terreno de la derecha se puede comprender en este marco reivindicador de la acción, y nos lleva a una coordenada temporal más cercana: la década del 70 en Francia. Por esos años, Alain de Benoist irrumpió en el pensamiento conservador con una serie de críticas a la derecha “clásica”, a la que califica de estéril, esclerosada e impotente. Así, la nueva derecha francesa emerge del cuestionamiento al conservadurismo anterior y encuentra en Gramsci una de las claves para esa vía innovadora; Alain de Benoist, además de afirmar que “todo conservadurismo verdadero es revolucionario”, traduce la idea gramsciana de “hegemonía cultural” por “poder cultural” para poner de relieve la importancia de los sentimientos pertenecientes a la conciencia popular, la organización de la cultura, los consensos y las alianzas en la obtención de poder político. Por supuesto, esta interpretación torcía varios aspectos claves de Gramsci, pero le permitía a la nueva derecha afirmarse ante la interpretación popular y además abrir un terreno novedoso a asediar: la sociedad civil y la cultura. Décadas más tarde, con el advenimiento de internet, estos terrenos se multiplican, y las herramientas para disputar la batalla cultural también.
Hay que agregar a este panorama de préstamos el modo en que la derecha norteamericana, en particular, se apropió de los procedimientos izquierdistas de la contracultura, muy rica en escándalos, teatralizaciones y consignas efectivas. El caso del antifeminismo en la década del setenta es un buen ejemplo: la conservadora Phyllis Schlafly no podía simplemente reivindicar el modelo prefeminista de las mujeres como esposas y madres abnegadas. Por el contrario, celebró el activismo y el poder de la “mujer positiva”. Cuando se pronunció contra la enmienda por la igualdad de derechos, utilizó la propia idea de derechos para decir lo contrario de los movimientos feministas; según su mirada la enmienda le iba a quitar “derechos a las mujeres” en el matrimonio y en el hogar.
De ahí en adelante, el estilo confrontativo y el desdén hacia el elitismo de la derecha clásica fue en aumento, hasta crear una corriente de irreverencia de derecha. Kevin Mattson en ¡Todos rebeldes! Una breve historia del pensamiento conservador en la América de la postguerra analiza el caso de la figura conservadora de David Horowitz, quien era de izquierda pero luego migró hacia el republicanismo y se le ocurrió introducir ese espíritu revolucionario al partido, ante miradas más moralistas y serias. Para Horowitz, los republicanos debían retomar la “causa del desvalido” de las izquierdas y configurarse como guerreros en contra del privilegio; esto es, apropiarse del lenguaje de la izquierda y utilizarla para ganar el poder. La Libertad Avanza, buena discípula de esta tradición, adquirió de la izquierda el término “casta” y la idea de “privilegios” para legitimar un paradigma económico en favor de las jerarquías y los empresarios.
Los robos de la derecha a la izquierda (o a los “populismos latinoamericanos” caracterizados de zurdos) permitieron a estos conservadores “revolucionarios” tener un vínculo distinto y exitoso con las masas para movilizarlas en un sentido opuesto a la disputa del poder de las élites económicas: se trató de un hurto de formas, procedimientos y articulaciones para vehiculizar un contenido o un programa que, hasta este entonces, la derecha sólo podía imponer por vías no democráticas o por momentos históricos de hegemonía neoliberal indiscutida.
En este juego entre pasado y presente, el futuro impone la necesidad de una izquierda con nuevas ideas. Ya no vale caracterizar el mundo de hoy con conceptos del pasado que, excepto que se investiguen de manera específica, no se sabe de dónde vienen y para qué fueron creados. La realidad exige otras descripciones para ser transformada, que se valgan de lo que “salió mal” pero no intenten reponer las viejas ideas como si, a través de un sistema de corrección de desperfectos e imprevistos hoy pudieran “salir bien”. Para esto, hacen falta ideas que sean lo suficientemente convincentes como para que las personas se aferren a ellas de manera tal que no puedan ser apropiadas. En definitiva,ideas que puedan concretar los ideales que no sucedieron imaginando, no ya lo que pudo haber pasado, sino lo que todavía es capaz de suceder.